Frente a la obra Triciclo (2001) de Bárbara González no puedo dejar de pensar en cómo las tecnologías de género inundan nuestra vida cotidiana, traspasando prácticas tan saludables y necesarias como el juego, el cual nos preparara para asumir “roles” en la vida adulta. Los juguetes tienen sexo, están minuciosamente separados por colores y formas, por tipos de actividad y aptitudes sugeridas para sus usuarios. Así, mientras juquetes como el triciclo requieren de fuerte actividad física otros, como las tacitas de té, más bien sugieren pasividad, languidez y domesticidad (todas características atribuidas a lo femenino). Conversando con la artista Gabriela Rivera sobre esta obra y los juguetes, concordamos en que tal separación, si bien existe, sería transgredida por nuestras ganas de jugar y compartir con la/os amiga/os o la/os hermana/os. Cuestión que en mi caso, que provengo de una familia numerosa, pude comprobar rápidamente. De modo que las barreras del azul y el rosa, son menos rígidas de lo que aparentar ser, aunque no podemos olvidar que aún hoy son la norma. El azul y rosa es el término que ha utilizado el historiador y crítico de arte español Vicente Aliaga para denominar las maneras en que nos socializamos en el género desde antes de nacer (ropita azul, cochecito rosa) y durante la adultez (pastillita azul y pildora rosa). Todas estas cuestiones me rondan la cabeza al mirar el Triciclo.
Cuando
Manuel Cárdenas vió esta obra, me dijo -parece un juguete
rabioso- haciendo eco de la novela homónima de Roberto Artl. Yo
me quedé fascinada con esta imagen que expresa con bastante claridad
lo que me evoca al combinar lo delicado y lo filudo, el placer del
juego con el peligro del corte, la ingenuidad del juego con el duro
disciplinamiento en los “roles de género”. En definitiva, el
triciclo como juguete y la sierra como herramienta, lo lúdico y lo
sádico. Creo que también
sugiere, aunque menos evidentemente, la división sexual del trabajo.
Este ensamblaje escultórico, es también para mí una ironía sobre
el juego infantil, puesto que nadie compraría un triciclo como el
hecho por González para su hijo o hija (o por lo menos parecería
que no) aunque tuviera pedales. Quizás lo que se nos escapa muchas
veces, es que cuando regalamos un juguete entregamos junto a él un
mandato de rol. El sentido de la rabia del juguete vendría de la
imposiblidad de acceder desde la niñez libremente a los espacios
sociales. Siguiendo esta idea, las ruedas-sierras serían
metafóricamente parte de un engranaje mayor, el de las tecnologías
de género.
Ignoro si
estas cuestiones han sido parte de los pensamientos de la artista.
Pero creo que si ha sido parte del quehacer de la misma, enfrentarse
a las compartimentaciones de los espacios sociales, específicamente
en el arte. Bárbara González ingresó primeramente a escultura, que
en la Universidad de Chile ha sido un taller principalmente de y para
hombres (dícese como excusa por la fuerza requerida en la faena,
entre otras cosas), luego ha seguido trabajando exitosamente en el
ámbito sonoro y tecnológico, un espacio bastante pequeño en
nuestro país, mayoritariamente masculino (sino baste sólo revisar
los artistas participantes de los últimos festivales en nuestro
país), realizando complejas obras en vivo como “Acción Rizoma”
(2006-2007) o “Tempo” (2011), en donde mezcla tecnologías
analógicas y digitales, cajitas musicales, juguetitos y lucecitas
chinas, que despliegan una poética en torno a la obsolenscencia
programada (éste es el término que se ha dado en ingeniería a la
duración de un objeto para que sea rentable para su fabricante). No
es de extrañar que este año al participar en uno de esos
festivales, se le acercara uno de los demás artistas y le dijera
algo así como “¿dónde has estado metida todo este tiempo?”.
*Esta obra se está exhibiendo en la exposición colectiva Filiaciones en la Sala+ 18 de la Biblioteca de Santiago.
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